EL DISCURSO DE DESPEDIDA

EL DISCURSO DE DESPEDIDA

Alfonso Botero Guzmán (NCenC)

No voy a hablar sobre las despedidas de solter@s, o las del colegio, la Universidad, de una Empresa o de cualquier otra por el estilo. Voy a hablar del único discurso que no queremos escuchar casi nunca, y menos cuando se trata de nuestros seres queridos más cercanos. Me refiero a ese discurso con el que, con cierta frecuencia, despedimos a quienes nos abandonan físicamente del todo. Discurso que paradójicamente a la persona que se lo dedicamos, ya no puede oírlo.

Es válido que los asistentes hagan reconocimientos públicos de su amistad, admiración y/o amor por el ser que partió; seguramente la mayoría de las veces, sean palabras sinceras, que de alguna manera, mitigan en algo a los dolientes. Sin embargo, cada vez que analizo este tema, se me viene a la mente la verdadera realidad que nos trae la muerte de otros. Realidad, que no tiene escapatoria, que no es negociable y que es infalible.

Es la ocurrencia de un proceso que es irreversible y cuya característica es recalcarnos la fragilidad de la existencia humana y que todos vamos a morir. Por esta razón, pienso que los discursos de despedidas en los funerales, más allá de hacer un reconocimiento de las cualidades humanas del difunto, debe ser un constante recordatorio para que los que siguen vivos mediten, no solo en las cualidades físicas y materiales de las personas, sino más importante aún, en las cualidades espirituales con las que nos hemos ido invistiendo con el paso de los años.

Esos instantes de tristeza y dolor, nos deberían servir para recordar que alguno de los allí presentes, sigue en la lista y llevarnos a interiorizar esta pregunta:

¿Qué pasará conmigo cuando llegue mi turno de partir? 

¿A dónde voy, qué sigue o qué hay después de la muerte?

Este es un momento único y especial para todos aquellos reunidos en torno a esta despedida, reflexionen profundamente sobre estos enigmas.

En lo personal, me gustaría que cuando llegue mi tiempo, alguien lea por mis estas palabras: Vinimos al mundo por obra y gracia del Creador del Universo, quien según su Palabra nos consideró la mejor de sus criaturas, nos dotó de inteligencia y espíritu a su imagen y semejanza. Gozábamos de su presencia y no conocíamos lo que era la maldad, pues todo era perfecto. Nos dio un sitio excepcional para vivir, nos otorgó potestad y dominio sobre toda la creación. Teníamos libertad para hacer cualquier cosa, excepto desobedecerlo. No olviden que Él, es el Dueño, Diseñador, Creador y es la Vida Misma. Por lo cual, tiene todo el derecho de establecer sus reglas, como efectivamente lo hizo. Pero, tristemente desobedecimos, caímos en pecado y como consecuencia de ello, perdimos el derecho a estar en su presencia. Justo en ese momento, morimos espiritualmente y se nos acortó el tiempo de vida, entró la enfermedad al mundo y llegó la muerte física a toda la raza humana. ¡Si, esta misma muerte que hoy velan por mí!

Ya el apóstol Pablo lo dejó claro en Romanos (6:23) que:

“…la paga del pecado es muerte, mientras que la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús, nuestro Señor”.

Muchos sugieren que la muerte es el fin de todo y acaba justo en el momento de expirar. Si fuese cierto que toda nuestra vida terminase allí, muy probablemente no nos preocuparíamos mucho por cómo vivirla, y solamente esperaríamos con resignación tal desenlace, seguros y confiados de que nuestro paso por la tierra es temporal y todo acaba con la muerte. Pero siento decirles que no es así. La temporalidad es la forma como nosotros vemos la vida desde nuestra propia perspectiva, pero no desde la perspectiva de Dios, donde dicha temporalidad no existe. La Palabra de Dios, dice que una vez venga su hijo Jesucristo por segunda vez, habrá un juicio final e iremos a la vida eterna, la cual tiene dos estadios: Uno en su compañía y otro alejados de ella.

Por la razón anterior, y sabiendo que esta es mi última oportunidad de “hablarles” los invito a que consideren seriamente la necesidad de aceptar a Cristo como su Señor y Salvador, para que, con base en sus promesas, podamos volver a juntarnos todos, ustedes y yo, en la eternidad que Él nos promete bajo su presencia.

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